Duelo por el cuerpo que no volverá

El tiempo pasa, eso es evidente. Pasa y deja su huella, por dentro y por fuera, para bien o para mal, aunque nunca me ha afectado especialmente. Que me vayan saliendo pequeñas arruguitas, por aquí o por allá, que la gravedad vaya haciendo su efecto, poco a poco. Que la piel empiece a tener manchitas donde antes era lisa o mis manos me digan que tengo cuarenta años y ya no veinte. En algunas cosas me he gustado más con el paso del tiempo y en otras he tenido nostalgia pero, ya os digo, nunca me ha afectado. Quizá por eso me ha sorprendido tanto cómo me afectan los cambios que noto en mi cuerpo por la maternidad.

Llevo siete años consolándome a mí misma porque puedo hacerlo con total honestidad: no se me nota casi. Yo lo sé. La mayoría de las cosas me las noto solo yo. O son tan pequeñas que a nadie le llaman la atención. Lo sé y me lo digo a mí misma: no te puedes quejar, Marta. No te han salido estrías, no has cambiado metabolismo, no se te ha quedado la tripa vencida, no te han dejado la cicatriz de una cesárea o muchas otras cosas que podrían haber ocurrido perfectamente. Sigues siendo casi tú, casi igual que antes. Es solo un casi. No te puedes quejar. No te puedes quejar. No te puedes quejar.

Y así llevo siete años, especialmente este último, después de mi segundo embarazo. Sin darme permiso para la queja, sin darme permiso para la pena. Regañándome mentalmente cuando me miro en el espejo y antes de desviar la mirada a otro sitio sale por un momento ese rictus de disgusto. Dándome argumentos continuamente para sentirme agradecida y contenta. Siendo como Alegría, en la película Del revés, tan esforzada en ver solo lo positivo que no me sirvo de ayuda porque Alegría avanza huyendo hacia delante y muchas veces lo que hace falta para avanzar es que la Tristeza se siente a tu lado.

Y hace unas semanas, me di cuenta. Claro que me puedo quejar. Claro que puedo sentir. Es más, debo hacerlo para avanzar. Para aceptar. Para comprender que esa incomodidad y ese desagrado que siento al verme en el espejo cuando salgo de la ducha vienen precisamente de ahí, de no dejarme sentir ese «he perdido MI cuerpo».

Porque es así, lo he perdido. No por el paso del tiempo, sino por haber sido madre. Por haberlo expuesto a dos embarazos y dos partos. Se ha portado increíble, mi cuerpo, dando de sí a su propia costa. Pero esto, esta experiencia increíble que es ser madre, lo ha cambiado sin remedio. Si no hubiera tenido hijos, mi cuerpo hoy sería diferente. Sí, más maduro y desgastado, pero el mío, el de siempre.

A mi cuerpo de siempre se le habrían ido cayendo los pechos poco a poco, año a año, pero nunca habrían soportado el estrés de subir a una talla 105-E durante meses.

A mi cuerpo de siempre se le habría ido yendo poco a poco la firmeza, pero nunca habría soportado primero trece y después dieciocho kilos de más concentrados casi exclusivamente en la tripa.

Mi cuerpo de siempre no habría acabado con una diástasis abdominal.

Mi cuerpo de siempre no habría pasado de un grado 5 de fuerza en el suelo pélvico a un cistocele y un descenso del útero.

Mi cuerpo de siempre no tendría tres costurones; una episiotomía y dos desgarros, uno de los cuales sigue dándome guerra de vez en cuando, siete años después.

Pero mi cuerpo de siempre gestó. Y parió. Y cambió. Y no pasa nada, es así y forma parte de mi vida… pero es una pérdida. Es MI pérdida. Y hace unas semanas decidí darme permiso para sentirla. Para pasar mi duelo, el duelo por mi cuerpo, mi cuerpo de siempre, que no volverá.

Y poco importa que nadie me note los cambios y cuando me atrevo a comentarlos me los despachen con un «mujer, pero si estás genial». Poco importa también que haya tenido más o menos «suerte». Que el ombligo esté casi igual. Que la proporción entre mi cintura y mi cadera esté casi igual. Que mi aspecto general sea casi igual. Que el vientre parezca casi igual. Que la musculatura reaccione casi igual y la diástasis no se aprecie si yo no lo digo. Lo del suelo pélvico no tiene un casi, el grueso de mi duelo se lo lleva él. Lo de dentro, que también es mi cuerpo.

Ese cuerpo por el que no me he permitido quejarme en siete años. Por el que no me he permitido sentir tristeza, frustración, nostalgia o rabia. Ese cuerpo por el que no me he permitido lo que me estoy permitiendo ahora, pasar por el duelo que le corresponde, el duelo al que tiene (y tengo) derecho.

El duelo con el que pueda aceptar que la maternidad me cambió y mi cuerpo tiene ahora su huella. El duelo para despedirme del cuerpo que no volverá.

Si te parece que mi contenido es útil ¡Compártelo!

Y, si quieres contarme tu punto de vista o tu experiencia, me encontrarás siempre al otro lado en comentarios o en redes 🙂

¿No te quieres perder ningún post?

¿Quieres suscribirte y recibirlos cómodamente en tu correo?

3 comments

  1. SiL says:

    Hola! Que difícil ! Yo tengo mi beba de 5 meses y no recupero mi peso , pese a darle mucho pecho y tratar de comer sano. Mi cintura quedó como un flan.
    Esto será normal? Cuánto es el tiempo de recuperación del cuerpo ? O nunca volverá a tener firmeza ? Los pechos tendrán siempre la talla de 105 ? Me pregunto siempre eso. Y me genera mucha nostalgia. Cuando me pongo triste miro a mi bebé para ver que valió la pena. Pero a veces pienso si podría haber hecho algo más o alguna gimnasia durante el embarazo.

  2. Raquel says:

    Ufff como te entiendo,estoy en mi segundo embarazo(es para el 15 de este mes)y ya he pensado muchas veces todo esto,cómo va a quedar mi cuerpo,y sobre todo el tema del suelo pélvico‍♀️‍♀️gracias por tus palabras

Deja una respuesta

Acepto la Política de privacidad