7 puntos clave para establecer límites en la crianza respetuosa

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Fuente: Pixabay

No es la primera vez que hablo de límites. Es un tema que sale recurrentemente, salpicado por aquí y por allá, porque es un punto clave en crianza. Y, en crianza respetuosa, un punto además que genera mucha confusión. ¿Criando con apego hay que poner límites o no ponerlos? De todo esto he hablado bastante ya: de límites negociables e innegociables, de formas de interpretar la propia palabra límite, de si los límites son o no compatibles con la crianza respetuosa. Pero hoy me gustaría hablar de algo que a veces da problemas: la práctica. Vale, sé qué es un límite, sé qué límites me parecen importantes, lo tengo todo claro. Pero ¿cómo lo hago, llegado el momento de la verdad? Os dejo 7 puntos que me parecen claves para establecer límites de forma respetuosa, coherente y efectiva:

1. Confiar en nuestra capacidad para manejar la situación

Después de gestionar muchas situaciones con mi hija, de todos los colores y en todos los estados de ánimo, he llegado a una conclusión: mi nivel de seguridad interior lo cambia todo. ¿Cuándo me salen mejor las cosas? Cuando confío en que voy a poder manejar una situación desde la calma. Cuando recuerdo que yo soy la adulta. No la adulta la que tiene el poder: la adulta que es CAPAZ. Porque entre mi hija de 3 años con una rabieta y yo, la capaz tengo que ser yo. No hay tu tía. Y sentirse capaz, de verdad, lo cambia todo.

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2. Adaptarnos

No es lo mismo un niño de un año y medio que un niño de cuatro. Con el niño de cuatro voy a poder utilizar otras herramientas y voy a tener una comunicación mucho más completa y fluida. Con el niño de año y medio voy a tener que actuar más y hablar menos. Mis conversaciones con mi hija al establecer un límite (y en todo, vamos) no tienen NADA que ver conforme crece. Ahora es un gustazo porque puedo explicarle tranquilamente por qué algo me parece tan importante como para marcarlo de una forma determinada, y podemos dialogar sobre ello e incluso programar en qué momento cambiaremos tal o cuál límite. Porque los límites evolucionan también, cuando tienen una razón de ser.

Por ejemplo, ahora mismo tenemos el límite de no usar tijeras peligrosas sin estar acompañada de un adulto. Si hay un adulto con ella, puede usar las nuestras. Si no, las suyas, que no le gustan precisamente por lo que me gustan a mí: porque no cortan casi. Hace un año, el límite era no tocar las de mayores y pedirnos que le recortásemos con ellas lo que necesitase, porque no tenía la destreza suficiente para usarlas. Y porque decía que iba a cortarse el pelo y la veía muy capaz XD. Si con un año se acercaba a unas tijeras, el límite era un «no, esto es peligroso» muy cariñoso y retirarlas de su alcance inmediatamente. El límite al fin y al cabo persigue siempre lo mismo: la seguridad. Pero nos vamos adaptando a la edad en cuanto a la manera de marcarlo.

Hay otro punto todavía más importante para adaptarnos a la edad de nuestro hijo: las expectativas. Porque muchas veces esperamos cosas que NO pueden ser. Pero no porque no las aprendieron todavía y se las tenemos que enseñar. No. Que no pueden ser porque no tienen el cerebro lo suficientemente desarrollado como para tener esa habilidad. Literalmente.

No podemos pedirle a un niño de 2 años que sepa regular sus emociones y gestionar la frustración. Bueno, por poder podemos pedirle hasta la luna, pero no está preparado. Su corteza cerebral aún está en desarrollo. Es como pedirle a un bebé de cinco meses que empiece a andar: imposible. Y, además, injusto. Sobre todo si me enfado porque no lo hace (aunque sea culpa mía esperarlo) y manejo mucho peor la situación.

3. Establecer siempre límites con una razón de ser

Muchas veces la inercia de lo que recibimos y vimos alrededor en nuestra infancia y el peso de nuestra mochila (nuestra prisa, nuestro estrés, nuestro cansancio) nos pueden llevar a poner límites al tuntún. Porque lo digo yo. Porque tengo un día de perros. Porque NECESITO que te calles, que te estés quieto, que no tengas tres años en este momento. Algo que obviamente me puede pasar como persona… pero que no es una razón (válida) para poner un límite.

Si pongo límites, siempre tienen que tener una razón de ser que se sostenga objetivamente. Como en el ejemplo de las tijeras. Todos tenemos razones fundamentadas para que nuestros hijos pequeños no cojan unas tijeras: cortan, pueden hacer daño, tengo que tener la coordinación suficiente para manejarlas y tengo que entender el peligro. Si todo esto no se da, entonces no se pueden coger aún y establecemos ese límite. Mi hija el verano pasado me decía “mamá, quiero saltar por la ventana” y cuando yo le explicaba que se podía matar respondía “bueno, me mato pero luego subo”… estaba claro cuál era el límite a establecer ahí: no acercarse a una ventana bajo ningún concepto. Matarse y volver a subir no era una opción.

Tener claro esto es importantísimo si queremos poner límites que se sostengan. A veces algo no nos está gustando y sentimos que tenemos que intervenir de alguna forma pero no tenemos claro cómo abordarlo. Y nos lanzamos a la piscina poniendo un límite que luego igual ni sabemos por qué hemos puesto. ¿Cuál es el problema de esto? Que nos obliga a mantener algo sin sentido por tratar de ser coherentes o a ser incoherentes cambiando un límite ya puesto porque no estaba pensado aún.

Si no tenéis claro aún cómo marcar un límite, intervenid puntualmente y pensadlo para la siguiente vez que se repita esa situación. Incluso no está mal decirlo: “esto no está funcionando, déjame que piense cómo lo podemos solucionar”. 

4. Explicar el por qué del límite

Desde niños, muchos hemos aprendido que cuando uno tiene autoridad en algo, no hace falta dar explicaciones. Y eso es un error, una de las primeras cosas a desaprender en crianza. Primero, porque explicar no es “dar explicaciones”. Y segundo porque, para que un niño aprenda por qué hay que hacer o no hay que hacer algo, hay que transmitirle ese por qué para que pueda integrarlo.

Que mi hija sepa que hay una buena razón detrás de cada cosa que le pido, le impongo o no le dejo hacer, nos ayuda a las dos a que quiera voluntariamente hacerme caso y a que ella vaya interiorizando aprendizajes reales de aquellas situaciones en las que yo intervengo y la guío.

5. Conectar

Entender esto ha sido un regalo, para ambas. Acercarme a mi hija (incluso para las peticiones más simples) agacharme, quitarle un poquito el pelo de la cara, un contacto físico, mirarla a los ojos. Y luego decirle “ya está puesta la cena, vamos a la mesa”. Es mucho más fácil que me haga caso si he invertido esos 30 segundos en conectar. Y cuanto más difícil es lo que le pido, cuanto más veo que le está costando o intuyo que le puede costar, más me merece la pena invertir un poco de tiempo en conectar con ella para poder, en sintonía, explicarle lo que espero de ella y por qué tenemos que hacer las cosas de esa forma y no de otra. Todavía recuerdo un día en particular, una cena, estando en la playa, en la que conectar fue lo mejor que pude hacer. Un día os lo cuento en Facebook.

Muchas veces gritamos algo desde el otro extremo de la habitación y luego nos sorprendemos porque no nos hacen caso, ¿Os suena? Me pasa mucho con el padre… a ver si me aplico el cuento y conecto antes. 😀

6. Nunca poner límites desde la emoción

Desde el enfado, desde la frustración, desde el descontrol de los nervios… de verdad, nunca pongáis un límite. Los límites no se pueden poner reaccionando, se tienen que poner actuando.

¿Y si no podemos evitar sentirnos así? Si nos ocurre eso, os digo lo mismo que antes: mejor reaccionar lo menos malamente que se pueda en el momento y dejar lo de establecer el límite para después, cuando ya nos hayamos calmado.

7. Aceptar la reacción

Ah, esta. Qué sencilla y qué difícil. Cuánto nos tropezamos con esta. Resulta que con lo que nos hemos currado el límite y lo bien que lo hemos explicado y lo que nos ha costado manejarlo fetén, va nuestro hijo y… ¡se enfada! Y en nuestra mente ¿qué aparece?: «¡no te enfades!».

Nos cuesta mucho validar las emociones «desagradables». La pena, la rabia, la frustración. Pero ¡claro que se puede enfadar! Y llorar. Y sentirse frustradísimo. Tiene derecho a sentir lo que sienta, sea lo que sea. Y lo único que debemos hacer nosotros aquí es validar esos sentimientos. Validar da mucho miedo porque parece que fuera dar carta blanca al comportamiento, pero no va de eso. Podemos impedir que nuestro hijo pegue porque está furioso pero validar su furia. No intentar negarla ni minimizarla, no juzgarla, no opinar sobre si debería existir. ESTÁ enfadado. Si lo aceptamos, lo validamos y lo acompañamos, ayudaremos mucho a nuestro hijo con las emociones que le provoquen los límites que vayamos estableciendo.

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2 comments

  1. Miryam says:

    Hola
    Me siento identificada yo también soy mamá de otro planeta y muy feliz y orgullosa de pensar y actuar así
    porque FUNCIONA
    Encantada de conocerte
    Haces una gran labor
    Y OJALA TE HUBIERA CONOCIDO ANTES PORQUE YO SI HUBIERA TENIDO VALOR DE DECIR TUS FRASES PERO NO TENIA ESAS MAGNÍFICAS RESPUESTAS
    Ahora mi hija tiene 4 años y ya no toma pecho pero ojalá hubiera tenido esas respuestas
    Ahora son otros temas pero igual valor si tengo pero respuestas no porque me quedo en blanco como sus cabezas vacias
    Encantada y SALUD

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