Cuando tienes hijos pequeños

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Fuente: Pixabay

Tener niños pequeños te ralentiza la vida. Es impepinable. Da igual cuánto corrieras en el pasado para llegar de A a B.  Da igual que fueras plusmarquista en levantarte, desayunar algo rápido y salir, llegando a tiempo a donde fuese, cuando fuese. Da igual. Tener un bebé, un niño pequeñito, te demuestra en la práctica la relatividad del tiempo, por más teórica que sea. Es curioso porque no paras, porque probablemente en el fondo corres más que antes en todo, pero nunca llegas. Porque cuando tienes hijos pequeños tardas para todo. Para despertar. Para desayunar. Para vestiros. Para salir. Para llegar. Todo te consume de repente un 50% más del tiempo que antes te llevaba.

Porque son chiquititos. Porque viven a otro ritmo, con otras prioridades, en otro plano. Porque van despacio. En parte porque no pueden ir más rápido y en parte porque, para ellos, no tiene sentido. Lo que tiene sentido es pararse a mirar las hormiguitas o esa flor, mami, que es tan grande, o ese perrito, papi, que mira cómo mueve la cola de contento, o cualquiera de las cosas que a ti se te han quedado por el camino porque tu vista siempre está puesta en el punto al que te diriges.

Y entonces te encuentras con que, a esta nueva velocidad, no llegas. No llegas a tiempo, no llegas a todo, no llegas a nada.

Y corres. Corres más, y más, y más hasta hacerlo todo a medias, estando aquí mientras te piensas allá y allá mientras te sientes acá. Limpiando la cocina a todo correr para poder sacar un rato y pintar con tu hijo. Pintando desde el estrés, medio ausente, porque en el cogote percibes la cocina sin recoger. Buscando el puzzle que consiga cuadrar todas las piezas, viviendo cada día como una ginkana, como si estuvieras en el Gran Prix o, si se tuerce mucho la cosa, algunos días en Humor Amarillo. Pero sin llegar del todo a nada, porque al final no estás de verdad en ninguna parte. Desapareces en la carrera, te desdibujas.

Lo quieres abarcar todo, el ser madre, el ser mujer, el ser profesional, las facturas, la casa, la compra, el ocio, los compromisos, el ordenador, el móvil, el whatsapp. Y a ratos consigues hasta encajarlo, mantener los diez platos girando al mismo tiempo. Te pega el subidón cuando lo consigues.

Pero no te das cuenta de que, para que los diez platos no se caigan, no puedes hacer nada más que mantenerlos girando, uno tras otro. Que te quedas por el camino de migas que dejan todas las tareas que metes con calzador en un día. Que contigo se quedan tus hijos, que te tienen a medias con un ojo aquí y otro allá, como los camaleones, y que corren, corren más de lo que quieren y más de lo que deben, porque los niños pequeños sólo deberían correr jugando y los tienes todo el día con el «vamos, vamos, vamos», «date prisa», «¡corre, venga, que no llegamos!», «deja eso para luego que no hay tiempo».

Y un día quizá te paras y te observas. Te miras dentro y te das cuenta de que gran parte de la tensión que apelmaza tu estómago la puedes deshacer, simplemente, soltando. Soltando tareas, soltando conceptos, soltando exigencia. Soltando la idea de que TODO es importante, o necesario, y hay que hacerlo. Soltando la obligación que te has impuesto de llegar a todo. Soltando el poso de aire que se queda siempre retenido cuando respiras. Soltando la presión invisible sobre tus hijos. Y sobre ti misma.

Dejas de correr y la rueda pierde velocidad. Y comprendes que la clave para que te entre todo lo que tienes ya la ha compartido Marie Kondo y es deshacerte de todo lo que no tiene que estar ahí. Que todo cumple su función cuando la tiene que cumplir y, quizá, en esta etapa, te sobran muchas cosas. Temporalmente, pero sobran. Que no pasa nada si se quedan por el camino de momento porque en un año, en tres, en cinco, tus hijos van a crecer. Y entonces podrás ir a TU velocidad de nuevo y mil cosas podrán volver a encajar de forma natural.

Pero ahora, ahora que son tan pequeñitos… qué bonito es bajar a su ritmo, caminar a su lado, ver el mundo con sus ojos, darles espacio y tiempo, disfrutarlos. Y que te puedan disfrutar a ti también. Dejar la cocina sin recoger para jugar a pillarles el culo, ese culo redondito que pronto no te querrán enseñar. Dejar el whatsapp, el móvil, el portátil, en un segundo plano, para no ser vosotros los que acabéis en él. Tener paciencia con las pequeñas (y a veces grandes) cosas que te apetecería que entraran en agenda y no caben, para poder centrarte en las que ahora te toca vivir y que luego no volverán.

Las pedorretas, las risas con gorgorito, las siestas con un piececito en la tripa y una manita en la cara, el tiempo que se deja pasar en compañía, estando juntos, sin más, las hormiguitas, las flores, los perritos que mueven la cola, los tequieromami, los abrazos que te retuercen el pescuezo pero te encantan porque son suyos, los dibujos en los que te toca colorear una parte a ti porque una carita emocionada te lo pide como si fuera lo más importante del mundo entero, los cuentos sentada en la cama cuando se acaba el día acariciando un pelo suave como la seda, dos ojillos abiertos de par en par ilusionándose continuamente por lo más pequeño, por lo más simple, por lo que a nosotros se nos ha ido quedando fuera de tanto querer meter más y más cosas dentro.

Y te dices, a la mierda el mundo, que se quede ahí un tiempo, que yo me pongo en servicios mínimos para todo lo de afuera. Porque todo puede esperar un par de años menos esto que en un par de años no estará ya, será distinto, habrá cambiado. Porque, cuando tienes hijos pequeños, la vida se te ralentiza…

Para que no te la pierdas.

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This entry was posted in Crianza.

2 comments

  1. Mónica says:

    Hoy, por un «recuerdo» , vuelvo a leerte… Con un pequeñín de casi 5.meses y un peque de 4 años y sigo pensando que es de las cosas mas reales que he leído hoy… Gracias

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