Y entonces miro a mi hija

ojos laura
Foto: ©Unamamadeotroplaneta

Hay días difíciles. Muy, muy difíciles. Esos días en que todo sale mal, todo va cuesta arriba, todo es un desafío. No nos vamos a engañar, muchos de esos desafíos tienen que ver, sencillamente, con la maternidad. A mí me pasa, e imagino que a ti también te pasará: momentos en que te tirarías por la ventana. Los tengo a menudo. Y entonces miro a mi hija, y se me pasan.

Están los días en que ella se siente mal…

Le duelen los colmillitos que ya están despuntando y lo mordería todo, empezando por mamá. Está rabiosa, impaciente y nada colaboradora. Tan pronto ríe como llora, y entre medias grita y grita. Por todo. Porque yo no me doy la prisa que ella quiere, porque las cosas no se comportan como ella quiere. Porque la torrecita de formas de colores se cae, y la puerta no se abre aunque la empuje con todas sus fuerzas, y el agua del vaso se acabó y mamá no está aquí-ahora-mismo. La tensión ambiental va creciendo y llega un momento en que toda esa presión quiere salir silbando de mi cuerpo como si fuera una olla express: la siento subir por mi rostro, asomar por mis orejas, un agobio insoportable me invade y yo misma me siento a punto de gritar.

Y entonces miro a mi hija. Y veo un ángel de ojos color turquesa que sufre y se enfada y no tiene recursos ni herramientas para gestionar esas emociones. La presión estalla como una pompa de jabón y la abrazo, la acuno, la beso, la arrullo con palabras tiernas. Se acurruca contra mí como si fuese un refugio inexpugnable y ese momento se convierte en magia.

Están los días en que YO me siento mal…

Porque no duermo en condiciones desde hace aproximadamente dos años (en otro post te contaré nuestra agonía con el tema sueño). Porque he perdido peso y fuerzas al tiempo que he ganado arrugas y contracturas, a marchas forzadas. Porque sólo me dedico, como quien dice, a ser mamá a jornada completa, y eso a veces me pesa, me oprime, me molesta, me hace sentir perdida como persona, como mujer, como antigua trabajadora productiva que un día fui y espero volver a ser pronto. Porque me quedé desconectada de mi mundo, de mis amigas sin hijos que no me entienden y a las que no veo porque mi vida y la suya nada tienen que ver ya, y aún no tengo nuevas amigas con hijos con quienes compartir mi día a día como hacía antes, y me siento desubicada. Porque me cabreé tanto viendo que a nadie le importaba lo que estábamos sufriendo que me aislé de todos y me dediqué a sobrevivir y, como consecuencia de esa decisión, a veces me siento algo sola. Porque muchas veces no sé cómo hacer las cosas, no sé si lo estoy haciendo todo bien o todo mal y tengo esas mil dudas como madre que todas tenemos desde que nos unimos al club. Porque a veces querría escaparme un ratito, un fin de semana, querría ir a un spa, leer un libro tras otro, cuando me dé la gana y durante horas y horas, como hacía antes, ver una película porque me apetece, cuando me apetece, y disfrutar de toda esa libertad de quien no tiene más compromisos que los que él mismo acepta en cada momento.

Y entonces miro a mi hija. Y me maravillo de tener a mi lado una criatura tan pura, tan inocente, y de sentir hacia ella este amor tan absoluto. Me acaricia con mimo las mejillas, con sus manitas redonditas, y me dice «ohhhh, mami…» y ese momento se convierte en magia.

Y están los días en que todo sale mal…

El telefonillo suena justo cuando por fin he conseguido ponerla a dormir la siesta, me pillo el dedo con la sillita al meterla en el maletero, me duele el hombro de los doscientos bártulos que llevo colgados de un brazo porque con el otro llevo a la pequeñina como un monito que cada vez pesa más,  me cargo la pantalla de mi móvil pillándola con la puerta del coche, el ordenador va como una castaña y no me cunde el tiempo. Y me dan ganas de mandarlo todo al carajo, darle un martillazo al telefonillo, tirar todas las cosas al suelo, llorar porque adoraba mi móvil, gritarle al ordenador y darme cabezazos contra las paredes, harta de prisas, estrés, cansancio y responsabilidad.

Y entonces miro a mi hija. Y me sonríe con aspecto de ratoncita. Se le escapa una risita que suena a pura felicidad, la suya y la mía, porque estamos juntas, mamá con ella, ella con mami, y ¿qué más hace falta? Me dejo hipnotizar por su alegría y ese momento se convierte en magia.

Cada vez que miro a mi hija, todo se convierte en magia.

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5 comments

  1. Miren says:

    Aunque este post es antiguo cuando he leído la parte en la que dices que te has perdido me he sentido muy identificada.yo llevo un año cuidando en exclusiva de mi hija y a veces me siento igual.ayer hablé con un compañero de trabajo y le dije algo así que como ya no trabajo y me dijo,bueno ahora trabajas más que nunca.en mi caso ha sido una decisión sobrevenida porque mi bochito tiene una enfermedad rara que necesita mucha atención y salvo contadas excepciones,el aislamiento me sale habitualmente porque ni la gente con bebés te entiende!!!

    • Carita says:

      Vaya, Miren, cuánto lamento leer que tenéis una enfermedad rara en casa. ¿Tienes algún grupo de apoyo disponible para poder hablar con otras madres en tu situación? Un abrazo y ánimo! Tu peque está disfrutando de una madre maravillosa, que no pase un día sin que lo recuerdes 🙂

      • Miren says:

        Si si ,no te preocupes,anima ver que los sentimientos son comunes ….muchas gracias!me gusta leerte porque salgo de lo especial y me voy a lo común!

    • Carita says:

      ¡Gracias por tu comentario, Superpapi! 😉 Qué nos vamos a decir tú y yo, que somos los privilegiados que vemos esos ojos cada día…

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