El país sin gravedad

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Foto: Pixabay

Erase una vez un país que no tenía gravedad. La tenía, en realidad, cómo no. Pero la gente lo desconocía. Así que, a efectos prácticos, lo mismo es.

Los niños jugaban en el alféizar de las ventanas expuestos a un riesgo altísimo. Si se caían, los de las ventanas más bajas solo se romperían algunos huesos pero, ay de los pisos algo más altos. Si un niño cayese, moriría sin remedio.

Las madres (y los padres), que desconocían los efectos de la gravedad, les dejaban jugar libremente al filo del abismo. Ni se les pasaba por la cabeza que no estuviesen seguros, por lo que vivían tranquilas, amando a sus hijos sin mayor preocupación. Saludándoles con la mano desde el salón y diciéndose unas a otras, mira qué contento está, fíjate qué a gusto, le encanta mirar desde ahí.

Un buen día, llegaron noticias inquietantes de otros países en los que, desde hacía muchos años, las cosas funcionaban de otra forma. Habían descubierto la gravedad y el riesgo que corrían todos esos niños que jugaban en las ventanas. Al verificarlo, algunas personas temblaron de miedo y preocupación. Y decidieron avisar a todo el mundo. Pero las madres (y los padres) desconfiaban y no les creían.

Así que reunieron información para poder explicarlo mejor. Había datos técnicos sobre la fuerza de la gravedad, vídeos de simulaciones, nombres de niños reales que se habían llegado a caer, y lo que les había sucedido. Había expertos en física que hablaban sobre gravedad, aceleración, y otros términos en los que nadie se había parado a pensar.

Pero las madres (y los padres), que nunca habían visto ni vivido un caso así, volvieron a desconfiar. El escepticismo era palpable. Es una maniobra publicitaria, decían. Sólo quieren sacarnos la pasta, cada día inventan algo nuevo para que nos gastemos el dinero en tonterías. Es el gobierno que quiere volvernos locas, decían. Nos despistan con esto para que no pensemos en los problemas de verdad. Es una chorrada, decían. ¡Si toda la vida hemos jugado en las ventanas!

No querían mirar la información e incluso se lo tomaban como un ataque personal. Amaban a sus hijos. ¡Eran buenas madres (y buenos padres)! Qué manía con meterse en la vida de los demás, que cada cual criase a sus hijos como quisiese. Se enfadaban con la gente que las quería alertar. ¡Vivid vuestra vida! exclamaban.

Y seguían sin comprender el riesgo que corrían sus hijos porque seguían sin creerse que si se caían por la ventana, la gravedad haría que se estrellasen contra el suelo.

Las personas que lo habían descubierto ya, cerraban las ventanas y respiraban tranquilas porque sus hijos ya no se podían caer al vacío. Y escuchaban cada día las dudas de los demás. Pero, ¿cómo le va a dar la brisa con la ventana cerrada? ¿dónde pone las piernas, si no puede dejarlas colgando por el alféizar? ¡Así se va a aburrir mucho, cómo le haces eso!

Pocos les hacían caso, pero seguían luchando. Aunque recibiesen críticas e insultos. Aunque sintieran impotencia. Aunque cada día tuviesen ganas de dejarlo correr de pura frustración. Aunque quisieran gritar, y gritar, y gritar para convencer a todo el mundo y les costase un gran esfuerzo no hacerlo. Seguían luchando porque les preocupaban todos esos niños que estaban en peligro cada día. Porque sabían que podían evitarse más desgracias. Y porque no querían que ninguna madre (ni ningún padre) lamentase no haberles escuchado, cuando ya fuera tarde.

Porque sabían que ninguna madre (ni ningún padre), que tanto aman a sus hijos, les pondría en riesgo en el alféizar de una ventana… si supieran que existe la gravedad.

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